«Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él, todos están vivos».
Su amor es más fuerte que nuestra extinción biológica
Jesús ha sido siempre muy sobrio al hablar de la vida nueva después de la resurrección. Sin embargo, cuando un grupo de aristócratas saduceos trata de
ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos, Jesús reacciona elevando la
cuestión a su verdadero nivel y haciendo dos afirmaciones básicas.
Antes que nada, Jesús rechaza la idea pueril de los saduceos que imaginan la
vida de los resucitados como prolongación de esta vida que ahora conocemos. Es un
error representarnos la vida resucitada por Dios a partir de nuestras experiencias
actuales.
Hay una diferencia radical entre nuestra vida terrestre y esa vida plena,
sustentada directamente por el amor de Dios después de la muerte. Esa Vida es
absolutamente "nueva". Por eso, la podemos esperar pero nunca describir o explicar.
Las primeras generaciones cristianas mantuvieron esa actitud humilde y honesta
ante el misterio de la "vida eterna". Pablo les dice a los creyentes de Corinto que se
trata de algo que "el ojo nunca vio ni el oído oyó ni hombre alguno ha imaginado, algo
que Dios ha preparado a los que lo aman" (1ª Corintios 2, 9).
Estas palabras nos sirven de advertencia sana y de orientación gozosa. Por una
parte, el cielo es una "novedad" que está más allá de cualquier experiencia terrestre,
pero, por otra, es una vida "preparada" por Dios para el cumplimiento pleno de
nuestras aspiraciones más hondas. Lo propio de la fe no es satisfacer ingenuamente la
curiosidad, sino alimentar el deseo, la expectación y la esperanza confiada en Dios.
Esto es, precisamente, lo que busca Jesús apelando con toda sencillez a un
hecho aceptado por los saduceos: a Dios se le llama en la tradición bíblica «Dios de
Abrahán, Isaac y Jacob». A pesar de que estos patriarcas han muerto, Dios sigue siendo
su Dios, su protector, su amigo. La muerte no ha podido destruir el amor y la
fidelidad de Dios hacia ellos.
Jesús saca su propia conclusión haciendo una afirmación decisiva para nuestra
fe: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él, todos están vivos».
Dios es fuente inagotable de vida. La muerte no le va dejando a Dios sin sus hijos e
hijas queridos. Cuando nosotros los lloramos porque los hemos perdido en esta tierra,
Dios los contempla llenos de vida porque los ha acogido en su amor de Padre.
Según Jesús, la unión de Dios con sus hijos no puede ser destruida por la
muerte. Su amor es más fuerte que nuestra extinción biológica. Por eso, con fe humilde
nos atrevemos a invocarlo: "Dios mío, en Ti confío. No quede yo defraudado" (Salmo 25,
1-2).
Por José Antonio Pagola
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