No a la igualdad; sí a la complementariedad
La utopía democrática es la igualdad. La democracia sueña con un Estado social y sólo se preocupa con los individuos, y con los individuos socialmente iguales.No es esto lo que está en los planos de Dios. Y para convencernos de esta verdad, basta considerar el proceder de Dios.
Dios podría haber creado a cada hombre, como lo hizo con Adán, directamente y sin auxilio de nadie. Así hizo con los ángeles, y aún en éste caso no quiso la igualdad. Dios creó a cada ángel como una especie distinta, correspondiente a una idea particular en el pensamiento divino.
Formando al ser humano como una especie única, la igualdad habría reinado entonces si todos hubiésemos recibido la existencia directamente de manos del Creador. Pero Dios tenía otros designios. El quiso que recibiéramos la vida unos de los otros, y que por este medio fuésemos constituidos, no en la libertad y la igualdad sociales, sino en la dependencia de nuestros padres y en la jerarquía que debía nacer de esa dependencia.
Dios establece la familia
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En los mismos orígenes del género humano, por lo tanto, encontramos las tres grandes leyes sociales: la autoridad, la jerarquía y la unión. La autoridad, que pertenece a los autores de la vida; la jerarquía, que torna al hombre superior a la mujer y a los padres superiores a los hijos; y la unión, que deben conservar entre sí aquellos vínculos vivificados por la misma sangre.
Los Estados proceden de esa sociedad primera.
«La familia –dice Cicerón– es el principio de la ciudad, y de alguna forma la semilla de la res-pública. La familia se divide, aunque permaneciendo unida; los hermanos, así como sus hijos y nietos, no pudiendo abrigarse todos en la casa paterna, salen para fundar nuevas casas, como nuevas colonias. Ellos forman alianzas, de donde surgen nuevas afinidades y el crecimiento de la familia. Las casas se multiplican poco a poco, todo crece, todo se desarrolla, y nace la res-pública. (República, libro I, 7).Al comienzo Abraham funda una familia nueva, y de ella surgen doce tribus, que constituyen un pueblo. Esos son propiamente los orígenes del pueblo de Dios.
Lo mismo ocurrió con los gentiles.
La familia no es sólo el elemento primero de todo Estado, sino su elemento constitutivo, de tal manera que la sociedad no se compone de individuos, sino de familias. P. 11Actualmente sólo los individuos importan y el Estado sólo reconoce a los ciudadanos aislados. Esto es contrario al orden natural. Antiguamente era de tal manera así que los censos de población no contaban las personas, sino los «fuegos», es decir, los hogares.
Cada hogar era considerado el centro de una familia, y cada familia era dentro del Estado una unidad política y jurídica, al mismo tiempo que económica.
El individualismo conduce a la destrucción de la sociedad
Fue la Revolución Francesa la que vino a destruir este orden. Ella se impuso el deber de emancipar al individuo, a la persona humana, estimada como célula elemental orgánica de la sociedad. Esta tarea que la Revolución se impuso, conduce nada menos que a desorganizar la sociedad y a disolverla.El individuo es sólo un elemento dentro de esa célula orgánica de la sociedad que es la familia. Separar sus elementos, impulsar el individualismo, es destruir su vida, es tornarla impotente para llenar su papel en la constitución del ser social, como lo haría, en los seres vivos, la disociación de los elementos de la célula vegetal o animal.
En nuestros días, el individualismo fue llevado a su exacerbación por el relativismo. Así, cada individuo posee «su verdad» y sus «valores». Sobre todo, sus derechos y no sus deberes.
Desaparición de la noción del bien común
Las legislaciones socialistas exacerban este individualismo, dando al individuo derechos gravemente perjudiciales para el bien común.La noción de que la sociedad sólo puede subsistir cuando existe una preocupación por el bien común, ha venido desapareciendo casi completamente.
Así hemos asistido en nuestro país a una demolición sistemática de la familia en nombre de las libertades individuales. La legalización del divorcio, la equiparación de los hijos naturales con los generados dentro del matrimonio, la multiforme propaganda de todo tipo de anticonceptivos y de una libertad sexual no lejana del libertinaje, está llevando a nuestra patria a una disociación de su unidad.
No debemos extrañar, por lo tanto, que las encuestas muestren a la familia como una institución en vías de desaparecer. Y, con su desaparición, la propia sociedad es demolida.
La patria sólo subsiste cuando sus componentes tienen un «proyecto» común. Cuando cada individuo tiene sus propios «valores», la unidad nacional desaparece.
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