El Derecho moderno y la realeza de Nuestro Señor
Jesucristo
Cristo Rey
del Universo
“¡No
queremos que El reine sobre nosotros!“ “¡No tenemos otro rey sino
César!” Son los términos por los cuales los judíos repudiaron la
Realeza de Nuestro Divino Salvador.
Y estos son
los términos en los cuales todavía hoy se desarrolla la lucha. “El enemigo
es el paganismo de la vida moderna, las armas son la propaganda y el
esclarecimiento de los documentos pontificios. El tiempo de la batalla es el
momento actual. El campo de batalla es la oposición entre la razón y la
sensualidad, entre los caprichos idolátricos de la fantasía y la verdadera
revelación de Dios, entre Nerón y Pedro, entre Cristo y Pilatos. La lucha no es
nueva; es nuevo solamente el tiempo en que ella se desarrolla“ (Cardenal
Pacelli en su discurso al Congreso de los Periodistas Católicos).
* * *
Pero no
son solamente enemigos de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo los que se
confiesan frontalmente contrarios a su plano de Redención. Hacen coro
veladamente con esas voces impías y renegadas, aquellos propios católicos que
deforman las palabras del Divino Maestro delante de Pilatos, cuando declaró que
su Reino no es de este mundo (Jo. 18, 36), dándoles un sentido restrictivo,
como si esa realeza fuese una realeza exclusivamente espiritual, realeza sobre
las almas, y no una realeza social sobre los pueblos, sobre las naciones, sobre
los gobiernos.
Cuando
Nuestro Señor dice que su Reino no es de este mundo, aclara el Cardenal Pie,
quiere decir que no proviene de este mundo, porque viene del Cielo, porque no
puede ser arrebatado por ningún poder humano.
No es un
reino como los de la tierra, limitado, sujeto a las vicisitudes de las cosas de
este mundo. En otras palabras, la expresión “de este mundo“ se refiere
al origen de la Realeza Divina y no significa de ninguna manera que Jesucristo
niegue a su Soberanía un carácter de reino social. De otro modo, si no pasase
de la órbita estrictamente espiritual o de la vida interna de las almas, habría
flagrante contradicción entre esa declaración de Nuestro Señor y otras, por
ejemplo aquella en que El dice claramente que “todo poder me fue dado en el
Cielo y en la Tierra“.
Y como dice
Soloviev, “si la palabra a propósito de la moneda había quitado a César su
divinidad, esta nueva palabra le quita su autocracia. Si él desea reinar sobre
la tierra, no lo puede hacer por su propio arbitrio: debe hacerlo como delegado
de Aquel a quien todo poder fue dado en la Tierra“.
* * *
Ahora bien, una
de las principales características del espíritu revolucionario es justamente la
pretensión de realizar la separación entre la vida religiosa y la vida civil de
los pueblos.
No es la
voluntad expresa de Dios la que prevalece en las leyes, como un dictamen de la
recta razón, promulgado por el poder legítimo en favor del bien común, sino la
expresión de la mayoría o de la voluntad general soberana. Así, la causa
eficiente del bien común no se encuentra fuera y por encima del hombre, sino en
la libre voluntad de los individuos. El poder público pasa a tener su primer
origen en la multitud y, dice León XIII, “como en cada individuo la propia
razón es la única guía y norma de las acciones privadas, debe serlo también la
de todos hacia todos, en lo relativo a la cosas públicas. De ahí que el poder
sea proporcional al número, y la mayoría del pueblo sea la autora de todo
derecho y obligación“ (Encíclica “Libertas”).
De este modo
se repudia en la sociedad moderna la intervención de cualquier vínculo “entre
el hombre o la sociedad civil y Dios, Creador y, por lo tanto, Legislador
Supremo y Universal“. (Doc. cit.).
Antes del
siglo XVIII, antes de que la Revolución Francesa hubiese implantado
tiránicamente en el mundo el artificialismo del “derecho nuevo” revolucionario,
todos los países tenían instituciones políticas y sociales basadas en la fuerza
de las costumbres cristianas, instituciones que no habían sido elaboradas por
asambleas elegidas por la burla de la soberanía del pueblo.
Como dice
Joseph de Maistre, “la constitución civil de los pueblos no es jamás el
resultado de una deliberación“. No debe ser un simple acto de voluntad que
nos dicta, sino sobre todo un precepto de la recta razón que no se puede
desconocer, y mucho menos ir contra el mandamiento divino. Las leyes humanas
han de emanar de la ley eterna. Si se deja al arbitrio de las eventuales
mayorías o de la multitud más numerosa la ley que establece lo que se ha de
hacer u omitir, según León XIII, se prepara así la rampa que conduce a los
pueblos a la tiranía.
Por lo
tanto, transfiriendo el derecho de su fuente natural, que es la voluntad de
Dios expresada por la ley natural y por la Revelación, de las cuales la Iglesia
es guardiana e intérprete infalible, a los sectarios que por golpes políticos
se enseñorearon de los cuerpos legislativos a través de la alquimia del sufragio
universal, el liberalismo preparó al mundo moderno para las cadenas que lo atan
al Leviatán totalitario.
Napoleón
consolidó la Revolución, no tanto en los campos de batalla, cuanto al codificar
el caudal de leyes emanadas de las asambleas revolucionarias
No debe
extrañar, por lo tanto, que Napoleón se declarase más orgulloso por el Código
que trae su nombre, que por todas sus victorias como soldado. Consolidó la
Revolución, no tanto en los campos de batalla, cuanto al codificar el caudal de
leyes emanadas de las asambleas revolucionarias. Cambacérés y sus comparsas
pusieron un simulacro de orden en aquel caos de legislación racionalista, que
sólo se preocupa con las apariencias del orden natural, ignorando completamente
el orden sobrenatural. Ese naturalismo ya sería suficiente para establecer la
escisión de la legislación revolucionaria con la ley eterna. Sin embargo, no
son pocos los artículos del Código Napoleónico que se encuentran en frontal
oposición a Jesucristo y a su Iglesia.
El cesarismo
se manifiesta por el establecimiento del “casamiento civil”, por la
autorización del divorcio, por los atentados contra el patrimonio familiar, en
las disposiciones sobre sucesiones y el derecho de legar; por el no
reconocimiento de la existencia de las Ordenes Religiosas; por el rechazo del
derecho que tiene la Iglesia de adquirir y de poseer libremente bienes.
Mantiene la supresión revolucionaria de las corporaciones o de la libertad de
asociación; afirma el falso principio de la igualdad civil y política de todos
los ciudadanos, y basándose en ese falso principio, propina un golpe de muerte
a la institución de la familia, al prescribir la división igualitaria de las
herencias. Y así, a través de este código Revolucionario, modelo de legislación
que sería adoptada por todos los Estados modernos, Cristo Rey es expulsado de
los gobiernos y de las leyes que rigen a los pueblos.
Así se puede
decir, con Blanc de Saint-Bonnet, que “el Imperio fue la coronación del
liberalismo o, en otras palabras, la instalación del cesarismo: la más perfecta
sustitución de Dios por el hombre, de la Iglesia por el Estado que jamás se
realizó, fuera del Imperio Romano o, si se prefiere, del imperio otomano“.
* * *
Con esto se
abre la puerta al socialismo y al comunismo. Porque el liberalismo conduce
fatalmente al comunismo, no por vía de reacción, como declaman ciertos
sociólogos improvisados, sino por su propia esencia, por sus propias
características. El liberalismo generó el ateísmo, por su desprecio por la fe,
y por la libertad desenfrenada concedida al error religioso y social.
Enseguida, solapó la propiedad privada en su propia base por el modo de tratar
los derechos de la nobleza, de expropiar los bienes de la Iglesia, de disponer arbitrariamente
del patrimonio familiar, de consentir en los abusos de la vida económica y en
la explotación del hombre por el hombre.
Finalmente,
el liberalismo instaló en los Estados la fuerza brutal de las masas, entregando
el poder amarrado de manos y pies al sufragio universal. “Ahora, el
comunismo toma como base el ateísmo, como fin la usurpación del capital, y como
medio la fuerza empleada por las masas“. (Blanc de Saint-Bonnet, in “La
legimité”).
El punto
general de convergencia de toda la obra revolucionaria es, por lo tanto, la
radical negación del reino social del Divino Salvador. “¡No queremos que El
rey de sobre nosotros!“. “¡No tenemos otros rey sino el César!“. De
este modo, “el error dominante, el crimen capital de este siglo es la
pretensión de sustraer la sociedad al gobierno y a la ley de Dios… el principio
colocado en la base de todo el moderno edificio social, es el ateísmo de la ley
y de las instituciones. Se disfrace éste bajo los nombres de abstención, de
neutralidad, de incompetencia o aún de igual protección; que se vaya hasta
contradecirlo por algunas disposiciones legislativas de detalle o por actos
accidentales y secundarios: el principio de la emancipación de la sociedad
humana en relación al orden religioso permanece en el fondo de las cosas; es la
esencia de aquello a lo que se da el nombre de tiempos nuevos“. (Cardenal
Pie, t. 7).
El católico
para no desertar de su fe, como miembro de la Iglesia militante debe, por lo
tanto, luchar por la restauración del Reino de Cristo, como única vía para la
restauración de la verdadera civilización, que es la Civilización cristiana, la
ciudad católica. Y si Jesucristo es Rey de toda la Creación, tenemos en su Santísima
Madre la Reina de Cielos y Tierra.
San Luis
María Gringnion de Montfort dice que si Jesucristo vino al mundo fue por medio
de la Santísima Virgen y que también por Ella debe reinar en el mundo. Esa
devoción a la humilde Virgen María, tan despreciada por los orgullosos,
hinchados por la vana ciencia del mundo, esa devoción se encuentra ligada de
modo tal a toda la doctrina católica, que se puede decir que ella es el último
eslabón de una cadena de verdades cuyo primer eslabón es el dogma de un Dios
Creador, y es ese último eslabón que necesita la sociedad humana, amenazada de
caer en el abismo del naturalismo y del comunismo. Las cuestiones más graves,
las más vastas consecuencias del orden humano y social dependen de esos
artículos de fe. Y de ésos puntos del dogma, relegados hoy al interior de los
santuarios.
En este mes
del Rosario y de la Fiesta de Cristo Rey, hagamos subir hasta el trono de la
Madre de Dios nuestras ardientes súplicas para que la humanidad sufridora pueda
ver pronto la restauración del reinado de Su Divino Hijo.
Plinio
Corrêa de Oliveira, Catolicismo n° 22 Octubre de 1952
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