La bendición de Dios ilumina, protege y besa todas las
cunas, pero no las nivela
Se repite
continuamente que la solución para todos los problemas de nuestra Patria es más
igualdad. Pero eso no impide que la existencia de las desigualdades justas y proporcionadas
sea necesaria al organismo social. La armonía social, que predicó con su
ejemplo Nuestro Señor Jesucristo debe reemplazar el espíritu de lucha de clases
que existe con frecuencia.
En la
solución de la crisis en que se encuentra nuestra Patria y el mundo, cabe una
preciosa misión especialmente a las élites tradicionales, pero también a las
auténticas élites existentes en todos los niveles del cuerpo social.
Nuestro Señor Jesucristo consagró la condición de
noble así como la de obrero
Así considerada
la condición de noble o miembro de una élite tradicional, se comprende que
Nuestro Señor Jesucristo la haya santificado encarnándose en una familia de
príncipes:
“Es un hecho
que si bien Cristo Nuestro Señor prefirió para consuelo de los pobres, venir al
mundo privado de todo y crecer en una familia de sencillos obreros, quiso, sin
embargo, honrar con su nacimiento a la más noble e ilustre de las casas de
Israel a la propia estirpe de David.
“Por eso,
fieles al espíritu de Aquél del Cual son Vicarios, los Sumos Pontífices han
tenido siempre en muy alta consideración al Patriciado y a la Nobleza romana,
cuyos sentimientos de indefectible adhesión a esta Sede Apostólica son la parte
más preciosa de la herencia recibida de sus antepasados y que ellos mismos
transmitirán a sus hijos.” [1]
Un factor de
hostilidad contra las élites tradicionales se encuentra en el prejuicio
revolucionario de que toda desigualdad de cuna es contraria a la justicia. Se
admite habitualmente que un hombre pueda destacarse por méritos personales;
pero no que el hecho de proceder de una estirpe ilustre sea para él un título
especial de honor y de influencia.
Con respecto
a ello, el Santo Padre Pío X nos imparte una preciosa enseñanza: “Las
desigualdades sociales, también aquellas que están vinculadas al nacimiento,
son inevitables; la benignidad de la Naturaleza y la bendición de Dios sobre la
humanidad iluminan y protegen las cunas, las besan, pero no las igualan.
Mirad aun las sociedades más inexorablemente niveladas. Mediante ningún
artificio se ha podido nunca conseguir que el hijo de un gran jefe, de un gran
conductor de masas, continuase exactamente en el mismo estado que un oscuro
ciudadano perdido entre el pueblo. Pero si tan inevitables desigualdades pueden
aparecer ante ojos paganos como una inflexible consecuencia del conflicto entre
las fuerzas sociales y el poder adquirido por los unos sobre los otros mediante
las leyes ciegas que se supone que rigen la actividad humana y regulan tanto el
triunfo de los unos como el sacrificio de los otros, una mente
cristianamente instruida y educada no puede considerarlas sino como una
disposición de Dios, querida por El por la misma razón que las desigualdades en
el interior de la familia, y destinada, por tanto, a unir aún más a los hombres
entre sí en su viaje de la vida presente hacia la patria del Cielo, ayudándose
los unos a los otros del mismo modo que el padre ayuda a la madre y a los hijos.”[2]
Concepción paternal de la superioridad social
La gloria
cristiana de las élites tradicionales está en servir no sólo a la Iglesia, sino
también al bien común. La
aristocracia pagana se ufanaba exclusivamente de su ilustre progenitura; la
Nobleza cristiana suma a este título otro aún más alto: el de ejercer una
función paternal frente a las demás clases: “El nombre de Patriciado Romano
despierta en Nuestro espíritu una reflexión sobre la Historia y una visión de
ella aún mucho mayores. Si la palabra patricio, patricius, significaba en la
Roma pagana el hecho de tener antepasados, de no pertenecer a una familia
corriente, sino a una clase privilegiada y dominante, toma ella a la luz
cristiana un aspecto mucho más luminoso y resuena más profundamente, pues asocia
a la idea de la superioridad social la de ilustre paternidad. Es éste el Patriciado
de la Roma cristiana, que tuvo sus mayores y más antiguos resplandores no tanto
en la sangre como en la dignidad de protectores de Roma y de la Iglesia.
Patricius Romanorum fue el título usado desde el tiempo de los Exarcas de
Ravena hasta Carlomagno y Enrique III. A través de los siglos, los Papas
contaron también con armados defensores de la Iglesia procedentes de las
familias del Patriciado romano; y Lepanto consagró y eternizó uno de sus
grandes nombres en los fastos de la Historia.” [3]
Del conjunto
de estos conceptos se desprende ciertamente una impresión de paternalidad que
impregna las relaciones entre las clases más altas y las más humildes.
Contra ella
se presentan con facilidad al espíritu del hombre moderno dos
objeciones:
Por un lado,
no faltan quienes afirman que los frecuentes actos de opresión practicados por
la Nobleza o élites análogas en el pasado desmienten toda esta doctrina; por
otro, mucho ponderan que toda afirmación de superioridad elimina del trato
social la cordura, la suavidad, la amenidad cristiana, pues –argumentan– toda
superioridad despierta normalmente sentimientos de humillación, pesar y dolor
en aquellos sobre quienes se ejerce, y es contrario a la dulzura evangélica
despertar tales sentimientos en el prójimo.
Pío XII
responde implícitamente a estas objeciones cuando afirma: “Aunque esta
concepción paterna de la superioridad social ha excitado a veces los ánimos,
por el entrechoque de las pasiones humanas, hacia desvíos en las relaciones
entre las personas de rango más elevado y las de condición humilde, la historia
de la humanidad decaída [por el pecado original] no se sorprende con ello.
Tales desvíos no bastan para disminuir ni ofuscar la verdad fundamental de que
para el cristiano las desigualdades sociales se funden en una gran familia
humana; que, por lo tanto, las relaciones entre clases y categorías desiguales
han de permanecer gobernadas por una justicia recta y ecuánime, y estar al
mismo tiempo animadas por el respeto y afecto mutuos, de modo que, aun sin
suprimir las desigualdades, se aminoren las distancias y se suavicen los
contrastes.”
Perennidad de la Nobleza y de las élites tradicionales
Como las
hojas secas caen al suelo, así ocurre, al soplo de la revolución, con los
elementos muertos del pasado. La Nobleza, sin embargo, en cuanto especie dentro
del género élites, puede y debe sobrevivir porque tiene una razón de ser
permanente:
‘El soplo
impetuoso de un nuevo tiempo arrastra con sus torbellinos las tradiciones del
pasado; pero así se pone en evidencia cuáles de ellas están destinadas a caer
como hojas muertas, y cuáles, en cambio, tienden a mantenerse y consolidarse
con genuina fuerza vital.
“Una Nobleza
y un Patriciado que, por así decir, se anquilosaran en la nostalgia del pasado,
estarían condenados a una inevitable decadencia.
“Hoy más
que nunca estáis llamados a ser no sólo una élite de la sangre y de la estirpe,
sino, lo que es más, de las obras y sacrificios, de las realizaciones creadoras
al servicio de toda la comunidad social.
“Y esto no es
solamente un deber del hombre y del ciudadano que nadie puede eludir
impunemente; es también un sagrado mandamiento de la Fe que habéis heredado de
vuestros padres, y que debéis, como ellos, legar íntegra e inalterada a
vuestros descendientes”.
Fuente: Plinio Corrêa de Oliveira, in
“Nobleza y élites tradicionales análogas, en las alocuciones de Pío XII al
Patriciado y a la Nobleza Romana”.
[1] Pío XII, Alocución al Patriciado y
a la Nobleza romana, (PNR) 1941, pp. 363-364
[2] Pío XII, Alocución al Patriciado y
a la Nobleza romana, (PNR) 1942, p. 347
[3] Marco Antonio Colonna, el Joven,
Duque de Pagliano ( 1535–1584). San Pío V le confió el mando de las doce
galeras pontificias que participaron en la batalla. Se batió con tanto heroísmo
y pericia que fue recibido triunfalmente en Roma a su regreso. PNR 1942, pp.
346-347
No hay comentarios:
Publicar un comentario