San Pedro Damián levantó su voz profética contra la sodomía,
definiéndola como el mayor y más grave de todos los vicios
definiéndola como el mayor y más grave de todos los vicios
San Pedro Damián - Doctor de la Iglesia - 1007-1072
con ningún otro, pues a todos los supera enormemente. Este vicio es
la muerte del cuerpo, perdición del alma; infecta la carne, apaga
las luces de la mente, expulsa al Espíritu Santo del templo del
corazón, hace que entre el diablo fomentador de la lujuria; induce
al error, hurta la verdad de la mente, engañándola; prepara trampas
al que camina, cierra la boca del pozo a quien en él cae; abre el
infierno, cierra las puertas del Paraíso, transforma al ciudadano de
la Jerusalén celeste en habitante de la Babilonia infernal: secciona
un miembro de la Iglesia y lo arroja a las codiciosas llamas de
encendida Gehenna.
Este vicio busca abatir los muros de la patria celeste y busca
reedificar lo que fueron incendiados en Sodoma. Es algo que
atropella la sobriedad, que asesina el pudor, que degüella la
castidad, que destroza la virginidad con la hoja de una repugnante
infección. Todo lo ensucia, todo lo ofende, todo lo mancha y como no
tiene en sí nada de puro, nada exento de indecencia, no soporta que
nada sea puro. Como dice el apóstol, “todo es puro para los puros,
pero para los infieles y contaminados nada es puro” (Tito 1, 15).
Este vicio expulsa del coro de la familia eclesiástica y obliga a
rezar con los endemoniados y con aquellos que sufren a causa del
demonio; separa el alma de Dios para unirla al Diablo.
Esta pestilentísima reina de los sodomitas convierte a quienes
se someten a su ley en torpes para los hombres y odiosos para Dios.
Exige hacer una abominable guerra contra el Señor, militar bajo las
insignias de un espíritu absolutamente malvado; separa del consorcio
de los ángeles y con el yugo de su dominación extraña al alma de su
nobleza innata. A sus soldados les priva de las armas de la virtud y
los expone, para que sean traspasados, a los dardos de todos los
vicios. Humilla en la iglesia, condena en el tribunal, corrompe en
privado, deshonra en público, roe la conciencia con un gusano, quema
la carne como el fuego, empuja a satisfacer la lujuria, y por otro
lado teme ser descubierta, mostrarse en público, que los hombres la
conozcan. El que mira con aprensión a su mismo cómplice en la
perdición, ¿qué no podrá temer?
[…]
La carne arde con el fuego del deseo, la mente tiembla helada
por la sospecha, y el corazón del hombre infeliz hierve como un caos
infernal: todas las veces que le golpean las espinas del
pensamiento, en un cierto sentido, viene torturado con los tormentos
del castigo. Una vez que esta venenosísima serpiente ha hincado sus
dientes en un alma desgraciada, la pobrecita pierde inmediatamente
el control, la memoria se desvanece, la inteligencia se oscurece, se
olvida de Dios y hasta de sí misma. Esta peste expulsa el fundamento
de la fe, absorbe las fuerzas de la esperanza, destruye el vínculo
de la caridad, elimina la justicia, abate el vigor, retira la
temperancia, mina el fundamento de la prudencia.
¿Qué debo añadir todavía? En el momento en el que ha desterrado
del escenario del corazón humano la lista de todas las virtudes,
como quebrando los cerrojos de las puertas, hace entrar en él la
bárbara turba de los vicios. A este se le aplica con exactitud aquel
versículo de Jeremías (Lament 1, 10) que trata de la Jerusalén
terrena: “El enemigo echó su mano a todas las cosas que Jerusalén
tenía más apreciables; y ella ha visto entrar en su santuario a los
gentiles, de los cuales habías tú mandado que no entrasen en tu
iglesia”
El que es devorado por los ensangrentados colmillos de esta
famélica bestia, es mantenido lejos, como por cadenas, de cualquier
obra buena, y es instigado sin freno que lo contenga, por el
precipicio de la más infame perversión. En cuanto se cae en este
abismo de total perdición, ipso facto se destierra de la patria
celeste, se es separado del Cuerpo de Cristo, rechazados por la
autoridad de toda la Iglesia, condenados por el juicio de los Santos
Padres, expulsados de la compañía de los ciudadanos de la ciudad
celeste. El cielo se vuelve como de hierro, la tierra de bronce: ni
se puede ascender a aquél, pues se está lastrado por el peso de
crimen, ni sobre aquella podrá por mucho tiempo ocultar sus maldades
en el escondrijo de la ignorancia. Ni podrá gozar aquí cuando está
vivo, ni siquiera esperar en la otra vida cuando muera, porque ahora
deberá soportar el oprobio del escarnio de los hombres y después los
tormentos de la condenación eterna.
[…]
¡Lloro por ti, alma infeliz entregada a las porquerías de la
impureza, y te lloro con todas las lágrimas que poseo en mis ojos!
¡Qué dolor!
[…]
Compadezco a un alma noble, hecha a imagen y semejanza de Dios y
comprada con la Preciosísima Sangre de Cristo, más digna que los
grandes edificios y ciertamente más digna de ser antepuesta a todas
las construcciones humanas. Por eso me desespera la caída de un alma
insigne y por la destrucción del templo en el que habitaba Cristo.
Deshaceos en llanto, ojos míos, derramad ríos abundantes de lágrimas
y regad, lúgubres, las gotas con un llanto continuo! “Derramen mis
ojos sin cesar lágrimas, noche y día, porque la virgen, hija del
pueblo mío se halla quebrantada por una gran aflicción, con una
llaga sumamente maligna” (Jer. 14, 17). Y ciertamente la hija de mi
pueblo ha sido golpeada por una herida mortal, porque el alma, que
era hija de la Santa Iglesia ha sido cruelmente herida por el
enemigo del género humano con el dardo de la impureza; y a ella, que
en la corte del rey eterno era suavemente alimentada con la leche de
los sagrados parlamentos, ahora se la ve tumbada, tumefacta y
cadavérica, mortalmente infectada por el veneno de la líbido, entre
las cenizas ardientes de Gomorra. “Aquellos que comían con más
regalo han perecido en medio de las calles; cubiertos se ven de
basura los que se criaban entre púrpura” (Lam. 4, 5). ¿Por qué? El
profeta prosigue y dice: “Ha sido mayor el castigo de las maldades
de la hija de mi pueblo que el del pecado de Sodoma; la cual fue
destruida en un momento” (Lam. 4, 6). Y ciertamente la maldad del
alma cristiana supera el pecado de los sodomitas, porque cada uno
peca tanto más cuanto más rechaza los preceptos de la gracia
evangélica: el conocimiento de la ley evangélica lo fija, para que
no pueda encontrar remedio con ninguna excusa. ¡Helas!, alma
desgraciada, ¡helas! ¿Pero porque no te das cuenta de la altura de
la dignidad de la que has caído y de cómo te has despojado del honor
de una gloria y de un esplendor inmenso?
[... ]
Y tú dices: “Soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad
de ninguna cosa; y no conoces que tú eres un desventurado y
miserable y pobre y ciego y desnudo” (Ap. 3,17). ¡Infeliz, date
cuenta de qué oscuridad ha envuelto tu corazón; advierte lo densa
que es la tiniebla de la niebla que te rodea!
[...]
¡Ay de ti, alma desgraciada! Por tu perdición se entristecen los
ángeles, mientras que el enemigo aplaude exultante. Te has
convertido en prenda del demonio, botín de los malvados, despojo de
los impíos. “Abrieron contra ti su boca todos tus enemigos; daban
silbidos y rechinaban sus dientes, y decían: ‘Nosotros nos la
tragaremos. Ya llegó el día que estábamos aguardando. Ya vino, ya lo
tenemos delante’”. Por esto, ¡oh alma miserable!, yo te lloro con
todas mis lágrimas: porque no te veo llorar a ti.
[... ]
Si tú te humillases de verdad, yo exaltaría con todo mi corazón
en el Señor por tu renacimiento espiritual. Si un verdadero y
angustiante arrepentimiento golpease la profundidad de tu corazón,
yo podría con justicia gozar de una alegría inimaginable. Por esta
razón, alma, eres por encima de todo digna de llanto: ¡porque no
lloras! Se hace necesario el dolor de los demás, desde el momento
que no experimentas dolor por el peligro de la ruina que te amenaza;
y eres digna de condoler con las más amargas lágrimas de la
compasión fraterna porque ningún dolor te turba y no te puedes dar
cuenta de la envergadura de tu desolación. ¿Por qué finges no ser
consciente del peso de tu condenación? ¿Por qué no detienes este
continuo acumular la ira divina sobre ti, bien enfangándote en los
pecados, bien ensalzándote en la soberbia?"
Extraido de: Miles Christi
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