Panteísmo;
igualitarismo político, social y económico absolutos; amor libre: este es el
triple fin a que nos conduce un movimiento que dura ya más de cuatro siglos.
(del
libro: Revolución y Contra-Revolución. El libro completo puede bajarse
gratuitamente pulsando aquí)
La Revolución, el orgullo y la sensualidad “ Los
valores metafísicos de la Revolución
Dos
nociones concebidas como valores metafísicos expresan bien el espíritu de la
Revolución: igualdad absoluta, libertad completa. Y dos son las pasiones que
más la sirven: el orgullo y la sensualidad.
Al
referirnos a las pasiones, conviene esclarecer el sentido en que tomamos el vocablo
en este trabajo. Para mayor brevedad, conformándonos con el uso de varios
autores espirituales, siempre que hablamos de las pasiones como fautoras de la
Revolución, nos referimos a las pasiones desordenadas. Y, de acuerdo con el
lenguaje corriente, incluimos en las pasiones desordenadas todos los impulsos
al pecado existentes en el hombre como consecuencia de la triple
concupiscencia: la de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida (cfr. I
Jo. 2, 16).
A. Orgullo e igualitarismo
La
persona orgullosa, sujeta a la autoridad de otra, odia en primer lugar el yugo
que en concreto pesa sobre ella.
En un
segundo grado, el orgulloso odia genéricamente todas las autoridades y todos
los yugos, y más aún el propio principio de autoridad, considerado en abstracto.
Y porque
odia toda autoridad, odia también toda superioridad, de cualquier orden que
sea.
En todo esto
hay un verdadero odio a Dios (cfr. ítem. m, infra).
Este odio a
cualquier desigualdad ha ido tan lejos que, movidas por él, personas colocadas
en una alta situación la han puesto en grave riesgo y hasta perdido, sólo por
no aceptar la superioridad de quien está más alto.
Más aún. En
un auge de virulencia el orgullo podría llevar a alguien a luchar por la
anarquía y a rehusar el poder supremo que le fuese ofrecido. Esto porque la
simple existencia de ese poder trae implícita la afirmación del principio de
autoridad, a que todo hombre en cuanto tal -y el orgulloso también- puede ser
sujeto.
El orgullo
puede conducir, así, al igualitarismo más radical y completo.
Son varios
los aspectos de ese igualitarismo radical y metafísico:
a. Igualdad entre los hombres y Dios:
de ahí el
panteísmo, el inmanentismo y todas las formas esotéricas de religión, que
pretenden establecer un trato de igual a igual entre Dios y los hombres, y que
tienen por objetivo saturar a estos últimos de propiedades divinas. El ateo es
un igualitario que, queriendo evitar el absurdo que hay en afirmar que el
hombre es Dios, cae en otro absurdo, afirmando que Dios no existe. El laicismo
es una forma de ateísmo, y por tanto de igualitarismo. Afirma la imposibilidad
de que se tenga certeza de la existencia de Dios. De donde, en la esfera
temporal, el hombre debe actuar como si Dios no existiese. O sea, como persona que
destronó a Dios.
b. Igualdad en la esfera eclesiástica:
supresión
del sacerdocio dotado de los poderes del orden, magisterio y gobierno, o por lo
menos de un sacerdocio con grados jerárquicos.
c. Igualdad entre las diversas religiones:
todas las
discriminaciones religiosas son antipáticas porque ofenden la fundamental
igualdad entre los hombres. Por esto, las diversas religiones deben tener un
tratamiento rigurosamente igual. El que una religión se pretenda verdadera con
exclusión de las otras es afirmar una superioridad, es contrario a la
mansedumbre evangélica e impolítico, pues le cierra el acceso a los
corazones.
d. Igualdad en la esfera política:
supresión, o
por lo menos atenuación, de la desigualdad entre gobernantes y gobernados. El
poder no viene de Dios, sino de la masa que manda, a la cual el gobierno debe
obedecer. Proscripción de la monarquía y de la aristocracia como regímenes
intrínsecamente malos por ser anti-igualitarios. Sólo la democracia es
legítima, justa y evangélica (cfr. San Pío X, Carta Apostólica “Notre Charge
Apostolique”, 25.VIII.1910, A.A.S. vol. II, pp. 615-619).
e. Igualdad en la estructura de la sociedad:
supresión de
las clases, especialmente de las que se perpetúan por la vía hereditaria.
Abolición de toda influencia aristocrática en la dirección de la sociedad y en
el tonus general de la cultura y de las costumbres. La jerarquía natural
constituída por la superioridad del trabajo intelectual sobre el trabajo manual
desaparecerá por la superación de la distinción entre uno y otro.
f. Abolición de los cuerpos intermedios
entre los
individuos y el Estado, así como de los privilegios que son elementos
inherentes a cada cuerpo social. Por más que la Revolución odie el absolutismo
regio, odia más aún los cuerpos intermedios y la monarquía orgánica medieval.
Es que el absolutismo monárquico tiende a poner a los súbditos, aun a los de
más categoría, en un nivel de recíproca igualdad, en una situación disminuída
que ya preanuncia la aniquilación del individuo y el anonimato, los cuales
llegan al auge en las grandes concentraciones urbanas de la sociedad
socialista. Entre los grupos intermedios que serán abolidos, ocupa el primer
lugar la familia. Mientras no consigue extinguirla, la Revolución procura
reducirla, mutilarla y vilipendiarla de todos los modos.
g. Igualdad económica:
nada
pertenece a nadie, todo pertenece a la colectividad. Supresión de la propiedad
privada, del derecho de cada cual al fruto integral de su propio trabajo y a la
elección de su profesión.
h. Igualdad en los aspectos exteriores de la
existencia:
la variedad
redunda fácilmente en la desigualdad de nivel. Por eso, disminución en cuanto
sea posible de la variedad en los trajes, en las residencias, en los muebles,
en los hábitos, etc.
i. Igualdad de almas:
la
propaganda modela todas las almas según un mismo padrón, quitándoles las
peculiaridades y casi la vida propia. Hasta las diferencias de psicología y de
actitud entre los sexos tienden a menguar lo más posible. Por todo esto,
desaparece el pueblo, que es esencialmente una gran familia de almas diversas
pero armónicas, reunidas alrededor de lo que les es común. Y surge la masa, con
su gran alma vacía, colectiva, esclava (cfr. Pío XII, Radiomensaje de Navidad
de 1944 – Discorsi e Radiomessaggi, vol. VI, p. 239).
j. Igualdad en todo el trato social:
como entre
mayores y menores, patrones y empleados, profesores y alumnos, esposo y esposa,
padres e hijos, etc.
k. Igualdad en el orden internacional:
el Estado es
constituído por un pueblo independiente que ejerce pleno dominio sobre un
territorio. La soberanía es, así, en el Derecho Público, la imagen de la
propiedad. Admitida la idea de pueblo, con características que lo diferencian
de los otros, y la de soberanía, estamos forzosamente en presencia de desigualdades:
de capacidad, de virtud, de número, etc. Admitida la idea de territorio,
tenemos la desigualdad cuantitativa y cualitativa de los diversos espacios
territoriales. Se comprende, pues, que la Revolución, fundamentalmente
igualitaria, sueñe con fundir todas las razas, todos los pueblos y todos los
Estados en una sola raza, un solo pueblo y un solo Estado (cfr. Parte I, cap.
XI, 3).
l. Igualdad entre las diversas partes del país:
por las
mismas razones y por un mecanismo análogo, la Revolución tiende a abolir en el
interior de las patrias ahora existentes todo sano regionalismo político,
cultural, etc.
m. Igualitarismo y odio a Dios:
Santo Tomás
enseña (cfr. “Summa Contra Gentiles”, II, 45; “Summa Teologica”, I, q. 47, a.
2) que la diversidad de las criaturas y su escalonamiento jerárquico son un
bien en sí, pues así resplandecen mejor en la creación las perfecciones del
Creador. Y dice que tanto entre los Angeles (cfr. “Summa Teologica”, I, q. 50, a.
4) como entre los hombres, en el Paraíso Terrenal como en esta tierra de exilio
(cfr. op. cit., I, q. 96, a. 3-4), la Providencia instituyó la desigualdad. Por
eso, un universo de criaturas iguales sería un mundo en que se habría
eliminado, en toda la medida de lo posible, la semejanza entre criaturas y
Creador. Odiar, en principio, toda y cualquier desigualdad es, pues, colocarse
metafísicamente contra los mejores elementos de semejanza entre el Creador y la
creación, es odiar a Dios.
n. Los límites de la desigualdad:
claro está
que de toda esta explanación doctrinaria no se puede concluir que la
desigualdad es siempre y necesariamente un bien.
Todos los
hombres son iguales por naturaleza, y diferentes sólo en sus accidentes. Los
derechos que les vienen del simple hecho de ser hombres son iguales para todos:
derecho a la vida, a la honra, a condiciones de existencia suficientes, al
trabajo y, pues, a la propiedad, a la constitución de una familia, y sobre todo
al conocimiento y práctica de la verdadera Religión. Y las desigualdades que
atenten contra esos derechos son contrarias al orden de la Providencia. Sin
embargo, dentro de estos límites, las desigualdades provenientes de accidentes
como la virtud, el talento, la belleza, la fuerza, la familia, la tradición,
etc., son justas y conformes al orden del universo (cfr. Pío XII, Radiomensaje
de Navidad de 1944 – Discorsi e Radiomessaggi, vol. VI, p. 239).
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