Plan conseguido en gran parte
Dijimos que Luzbel, en el inicio de la creación, al rebelarse ante Dios, se
convirtió en Satán y fue arrojado del paraíso junto a los demás ángeles
rebeldes que subvirtieron por primera vez el orden creado. Satanás fue, al
negarse a obedecer a Dios, el primer subversivo de la Creación. Este
mismo espíritu de subversión saltaría el cerco del paraíso para hacer
caer a Adán y Eva. Entraría después en el mismo corazón del sagrado colegio
apostólico y se ganaría a Judas. San Agustín denunció este combate en el siglo
IV en sus “Dos ciudades” y San Ignacio en el siglo XVI en su batalla de las
“Dos banderas”.
Satanás acrecentó su ofensiva en el siglo XVI invadiendo la celda y el corazón
del fraile agustino Martín Lutero, quien se levantó contra Roma y fundó su
Iglesia protestante, “protestando” y partiendo la conciencia europea en dos.
La Iglesia como madre vio partir hacia el error y la herejía a la tercera parte
de sus hijos... la inigualable España defendió ella sola la integridad de la Fe
católica frente a la herejía con una ametralladora de santos, lo que le valió
el honor de ser llamada el “El brazo derecho de la Cristiandad”, y contrarrestó
la pérdida de millones de almas evangelizando a veinte naciones que hoy,
gracias a ella, rezamos en español.
Esta herida y división que se abrió en la conciencia europea permitiría la
entrada de errores y filosofías enemigas de Cristo y de su Iglesia, que atacarían
el mandato de Dios al hombre: “Me amarás con tu mente”, no sólo
desde afuera, sino desde dentro. Dios (desde el Génesis), y la Iglesia
recordarían al hombre que era “polvo” y que en el “polvo” se
convertiría. El liberalismo comenzaría a susurrarle al oído que era un
“dios” y que no debía tener, por lo tanto, leyes superiores a sus placeres y a
sus intereses... ganaría Satán lógicamente, con esta mentira, millones de
adeptos. Se entiende, es tentador...
La masonería introduciría sus “Caballos de Troya” contra el orden social
cristiano infiltrándose camuflada y secretamente en las leyes, la política, las
Fuerzas armadas, la economía, las finanzas, la justicia, los sindicatos, la
prensa, el cine, la televisión y especialmente en la educación, porque El
tesoro que todo enemigo de Dios ambiciona es la juventud y hasta la infancia.
Clemente XII, Benedicto XIV, Pío VII, VIII y IX, León XII y Gregorio XVI la
condenaron, y León XII denunció a esta serpiente que nos envuelve “en su abrazo
cariñoso” para luego estrangularnos como la que nos inyectó “el mortal veneno
que circula por todas las venas de la sociedad”.
El socialismo y el marxismo serían más tarde los instrumentos visibles más
brutales de Satán. El último definido por la Iglesia como “intrínsecamente
perverso, prometiéndole al hombre el paraíso en la tierra, pero privándolo
de todos sus derechos naturales, hasta… el de creer en Dios. Como el hombre
no quiso aceptarlo “libremente”, hubo que asesinar en el siglo XX a 100.000.000
de personas para explicárselo.
Pero el marxismo engendraría en el mismo siglo a su hijo más perverso, por
lo sutil: a Antonio Gramsci, quien ideó la estrategia para “tomar” al occidente
cristiano. Y con Gramsci, Satán daría la vuelta de tuerca final en esta
revolución anticristiana que intenta, desde el Génesis, robarle a Dios el alma
inmortal del hombre. Antonio Gramsci (uno de los fundadores del Partido
Comunista Italiano) como Marx y Lenín, buscó la toma del poder total. Satanás
le susurró al oído una estrategia menos violenta que la de aquellos en la
soledad de su cárcel mussoliniana. Le inspiró sustituir el ataque por “el
asedio”.
Gramsci creía que la tradición cristiana
había hecho irrecuperable para el comunismo el alma occidental. Con la
propiedad privada como pilar de la economía, la familia como célula de la
sociedad y los 10 mandamientos como ordenador moral, el camino sería inabordable.
Este detalle es fundamental para comprender la esencia de la revolución
cultural gramsciana. Habría por lo tanto que buscar otro camino: cambiar la
forma de pensar de Occidente. Su forma de vivir, de relacionarse, hasta de
divertirse. La reforma sería, por lo tanto, intelectual y moral. Una vez
cambiada y erosionada la mentalidad de la mayoría, el poder civil como una
fruta madura en manos del poder del estado porque ya no habría choques ni
conflictos entre ambos.
Las ideas a imponer serían contrarias a una concepción trascendente de la vida.
Habría que cerrarse a toda concepción religiosa que nos recuerde el Juicio
Final y hablar solamente de “aquí abajo”, en una postura de inmanentismo total.
La inmanencia es la actitud del hombre que vive en la Tierra como si fuera su
patria definitiva. Es lo contrario de la visión trascendente de la vida.
Finalmente hoy, inmersos en el gramscismo, si bien queda algo de fe en los
corazones, se vive cotidianamente como si el mundo espiritual y sobrenatural
no existiera, como si todo empezara y terminara acá abajo. Decimos que “en
el fondo” somos católicos, pero a veces ese fondo tiene tantos metros de
profundidad…que en nuestra vida diaria no se nota.
Habría entonces que corromper, disolver, erosionar, destruir sin ruido y sin
descanso, subvirtiendo todos y cada uno de los valores enseñados por la cultura
cristiana. Burlarse, mofarse,
ridiculizar, menospreciar, corroer, erosionar todas las virtudes y los valores
que la Iglesia como madre y maestra había tendido a sus hijos para ponerlos de
pie como personas.
Hoy han sido intencionalmente tan combatidas dentro de la sociedad, que al
hombre moderno le resultan hasta desconocidas: la fe, la esperanza, la caridad,
la prudencia, la justicia, la templanza, la fortaleza, la veracidad, la
sinceridad, la honestidad, la austeridad, el respeto, la humildad, la gratitud,
la obediencia, el patriotismo, la piedad, el honor, la lealtad, el valor, el
pudor, la virginidad, la castidad, la fidelidad... etc. para esto, había que
infiltrarse y tomar todos los ámbitos de la sociedad civil, introduciéndose en
las leyes, la educación, los sindicatos, el arte, la ciencia, las empresas y
hasta en la misma parroquia para hacer “saltar la propia Iglesia por dentro”…
Gramsci pensaba que nadie como la Iglesia había contribuido a formar el “sentido
común” de los pueblos, unificando las mentes y los corazones del campesino
y del rey, de los analfabetos y de los intelectuales. Habría que apuntar los
cañones otra vez hacia Ella, la principal responsable de unificar las mentes y
los corazones del occidente cristiano.
La destrucción de las instituciones (Iglesia, Fuerzas armadas, Policía,
Justicia, educación) demolería a la sociedad (masificándola y atomizándola)
porque son quienes la encuadran y la mantienen de pie. La destrucción se haría descabezándolas
y desprestigiándolas, para que los ciudadanos llegaran a pensar que las instituciones
no eran necesarias. Sería como quebrar los huesos del esqueleto humano que
arma y sostiene el cuerpo de la persona. Para Gramsci, nada mejor que un
intelectual traidor, un militar manejable o traidor, un clérigo aguado o
traidor, o hasta... un obispo cobarde y traidor. No haría falta que se
declarasen marxistas, bastaría que ya no fuesen enemigos.
Mediante su revolución, que Gramsci diseñó hacerla a través de la cultura y
los medios de comunicación, se iría volcando el contenido marxista en las cabezas
(ya vacías) de las nuevas generaciones. Nacerían nuevas generaciones amorfas,
sin sentido trascendente de la vida, sin Dios, sin Patria, sin raíces y ahora
(con la “perspectiva de género” que niega el sexo impuesto por la naturaleza)
hasta sin sexo definido. Jóvenes “re-programados” por el sistema, ya sin
lazos afectivos que los ligasen a nada ni a nadie y por lo tanto manejables.
Sin Dios para adorar, sin Patria que defender (porque ya se la habrían quitado
física y espiritualmente de a pedazos) sin padres que amar y respetar, sin
familia que defender (y que los cuide y los ame por el sólo hecho de existir)
serán el producto terminado de más de un siglo de educación atea y
obligatoria en nuestra patria. Autónomos e independientes, irrespetuosos y anárquicos,
repletos de críticas e insatisfechos, resentidos, violentos (contra los demás y
contra sí mismos) con odio y sentimientos de lucha de clases, despreciando no
sólo el enorme tesoro de la civilización cristiana sino el de la vida misma en
todos los ámbitos (desde el aborto, la vida del compañero de clase, de la
universidad o la eutanasia).
Algunos pocos por convicción libremente elegida, pero millones... por ignorancia
por haber sido víctimas de una de una revolución que primero les envenenó
el alma y el corazón vaciándoles de principios y de valores la cabeza. Una
revolución que les habló solamente de sus derechos y jamás de sus deberes y
obligaciones como personas. Una revolución perversa que odia al hombre y les
vendió un mundo ficticio a contrapelo con el corazón y la naturaleza humana.
El mundo actual se encuentra diabólicamente diseñado por Gramsci,
gracias, en gran parte, como él quería, a los intelectuales, a los medios de
comunicación e Internet, quienes, (salvo honrosas excepciones), transmiten
desde los dibujos animados para niños, sistemáticamente, sin parar y hasta el
hartazgo, una moral enemiga de todo orden natural, de Cristo y de su Iglesia.
La revolución que enfrentamos es un plan total de destrucción de la persona
humana. Los que quieran sobrevivir tendrán que saberlo. Es la misma batalla
espiritual en su fase final. Una batalla tan profunda, tan perfecta y tal bien
organizada que su director no puede ser un hombre…sino el propio Satanás. Porque
tomar un país para robarlo y saquearlo, para vivir rodeado de lujos y hasta de
orgías, para sentirse adulado desde un balcón... forma parte de las miserias
naturales de los seres humanos que vuelan bajo.
Pero…diseñar un plan de asfixiar el salario del hombre para obligar a
la mujer a abandonar su hogar y aprovechar ahí a corromper la inocencia de
los niños desde los jardines de infantes, enseñándoles a inflar preservativos
como globos en las aulas primarias antes que a leer y a escribir, desgarrar las
conciencias de los jóvenes llevándolos solamente a la perversión sexual,
atiborrándolos de pornografía y de droga (en un camino generalmente sin
retorno) para manejarlos, impedirles aprender su propia lengua para que no
puedan en un futuro ni pensar, ni expresar lo que sienten, ni comunicarse con
el prójimo o recibir la cultura y los valores de generaciones anteriores,
apagar el fuego que brinda el calor de los hogares destruyéndolos, convencer a
la mujer (naturalmente creada para concebir y guardar la vida que nace, que
crece, que envejece y que muere) que lo peor que le puede pasar es tener un
hijo o dedicarse a los suyos, sacarle al hombre la posibilidad de arrodillarse
ante su Dios, de tener la esperanza de reencontrarse con sus seres queridos en
el cielo, de sentir el alivio de recibir el perdón al haber pecado, de amar a
sus padres y a sus abuelos, de respetar y admirar a sus superiores y maestros,
de amar la tierra donde han nacido, de venerar a su bandera y tener el honor de
morir por ella...Va más allá de la naturaleza caída… Esto no es sólo el
hombre librado a su naturaleza caída…es un plan que aterra por lo
diabólico.
Esta guerra tan hábilmente y diabólicamente concebida en la mente de Satán,
este ataque al entendimiento y al sentido común (esa facultad interior
natural que Dios nos dio a las personas para juzgar razonablemente las cosas
conforme al buen juicio natural para discernir lo bueno de lo malo), es el
arma a utilizar para tomar occidente.
Esta destrucción de los valores que le fueron tan familiares a los hombres
durante siglos y que edificaron nuestra cultura cristiana, fue muy mal
enfrentada y resistida desde un principio por quienes tenían el deber moral
de defenderlos, de iluminarnos, de protegernos, de denunciar la mentira y
el ataque y contrarrestarlo enseñando la Verdad, porque en la cadena de
responsabilidades ante Dios, siempre hay instancias superiores a otras.
Por: Marta
Arrechea Harriet de Olivero | Fuente: Catholic.net